“El siglo XX comienza después de la primera guerra mundial, es decir, en los años veinte…”
Con estas palabras sorprendentes y provocadoras iniciaba Arnold Hauser el último capítulo de su Historia social de la Literatura y el Arte. De haber vivido, Hauser seguramente hubiera dicho que el siglo XXI no comenzó hasta el mes de Septiembre del año 2001. El día 22 de ese mes y de ese año, Rafael Argullol hablaba en un artículo publicado en el suplemento Babelia de EL PAÍS del pánico como sentimiento que se instalaba en el mundo tras el suceso de las Torres Gemelas. Allí, escribía Argullol, “La ósmosis entre Nueva York y el mundo ha funcionado a la perfección hasta introducirnos en una nueva escenografía.” Por esas mismas fechas y en el mismo diario Luis Fernández-Galiano afirmaba (no recuerdo las palabras exactas) que ya nada podría ser igual tras la demolición brutal de los colosos neoyorquinos.
Un nuevo siglo y una nueva escenografía, porque ya nada podía ser como antes.
Arístides Rosino, sea consciente o no de ello, es un pintor que pertenece a una nueva generación, no porque su obra arranque con un nuevo siglo, sino porque pertenece a un mundo distinto que exige una manera diferente de ser visto y de ser representado.
Aris, no obstante, ha querido nutrirse, no hay otro modo de hacerlo, de la tradición del siglo anterior y así deja ver, en lo que él mismo denomina Primeras Obras, un rastro variado de influencias que va desde el expresionismo temprano de Munch al expresionismo abstracto de Willem de Kooning o a los collages de Rauschenberg. Está además Picasso, porque es imposible crecer sin él, y se encuentran maneras o regustos de Mondrian, René Magritte o Arshile Gorky. Pero también hay en estas obras primeras algo que procede del graffiti callejero y del mundo del cómic. Paga así Aris su peaje al tiempo que le ha tocado. Puede rastrearse además cierta influencia del cine negro que no le llega por su tiempo, sino a través de su padre, la única persona retratada en esta primera época y con sorprendente resultado, sobre todo si se tiene en cuenta la escasez de medios empleada.
En Rostros y sombras, Aris se enfrenta, ¡por fin!, a la figura humana y sin renunciar a casi nada de lo aprendido, sin dejar de lado las influencias de la tradición en las que incorpora a Duchamp (Agitación) y aceptando ya sin titubeos las lecciones aprendidas en Hugo Pratt o en Moebius. Así, en esta última producción nos topamos con un pintor que parece encontrar un lenguaje plástico propio, en el que, junto a esas masas de color enmarcadas por trazos oscuros y ese gusto por la “línea dura” para los rostros y las figuras, destaca un dominio más equilibrado del color, una mayor riqueza o una mayor sencillez en los fondos y, esto es fundamental, un ajuste entre lo que se quiere decir y lo que se dice.
Esto es todo. El resto depende de la atención de la mirada. Una mirada nueva para un tiempo y un arte nuevo.